martes, 13 de diciembre de 2011

Gran Vía

El semáforo está rojo. Los coches se agolpan tras la línea blanca con el ruido de sus motores en marcha, esperando para salir. Los conductores no paran de gritarse unos a otros, y por encima de este estruendo, coronando esta amalgama de ruidos, se oyen los claxons de los autobuses y furgonetas. En la acera las personas se apelotonan casi aplastándose unos contra otros. Parece como si les fuera la vida en llegar al otro lado, donde se encuentran el mismo número de personas con el mismo apelotonamiento y con las mismas ansias de cruzar.

Una señora empuja a otra y ni siquiera se gira a pedir disculpas. Un par de chavales en patines esquivan a la gente que se encuentran en su camino, una pareja pasea indiferente. Una chica camina a ritmo forzado preparada para ir al trabajo, un chico joven sale de una tienda de discos con una bolsa en la mano,  los vagabundos tirados en el suelo piden algo para comer. Un hombre sentado en un banco se enciende un cigarrillo, mientras un grupo de amigos pasa charlando y haciendo bromas entre ellos.

Un taxi viene a toda velocidad por la vía de servicio y se para de un frenazo al llegar a su destino. El conductor del golf negro mira fijamente a la chica de la minifalda roja. El del autobús tararea, distraído,  la canción que están poniendo en la radio. El repartidor de la moto pasa rozando a todos los coches que están parados hasta ponerse en primera fila.

El semáforo se pone verde. Los coches arrancan despacio, el taxi vuelve al trabajo, las personas se detienen en los bordes de las aceras, los amigos siguen charlando, la pareja se da un beso y los patinadores se pierden entre la multitud. Mientras, continuo sólo, en el semáforo, perdido también entre la muchedumbre.

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