jueves, 24 de septiembre de 2020

autobús

 

Me gusta ir en autobús… será porque no lo cojo a menudo; el tiempo que tardo andando hasta la parada y esperar a que llegue… poder disponer de él sin prisas, gastarlo poco a poco.

De camino, tengo la sensación de dejar de actuar en una película para poder verla; andando, miro de soslayo a la gente con la que me cruzo: vecinos que pasean sus perros, el cartero que aparca su moto, los trabajadores de la obra que hay al otro lado de la calle, la pareja que se dirige al gimnasio… ¿de verdad toda esta gente ha estado siempre aquí?

Intento aprovechar al máximo este momento en que dejo aparcada la rutina y camino conmigo mismo, escuchándome y dejando que mis sentidos, normalmente desatendidos, me muestren voraces todo aquello que me pierdo.

Subo al autobús, pago mi billete y al girarme veo un montón de pantallas iluminadas que hipnotizan rostros erráticos, dedos que ejecutan coreografías sincronizadas…

De pie, agarrado al asidero más cercano, resisto la tentación de unirme al baile de pulgares. Sentado en su asiento, con su hijo al lado, un padre decide apagar la luz de su dispositivo; deduzco el parentesco por la foto que atisbo en su pantalla… en el fondo de su pantalla… qué extraño… cada vez que usa el móvil, lo primero y lo último que ve es un momento congelado con su hijo, inmutable y perfecto… mientras, a su lado, la realidad desatendida observa y lo único que quiere es copiar a su padre. Relegamos lo que más importa, lo que tenemos más cerca, al fondo de nuestras pantallas y, paradójicamente, decidimos prestarle atención a terceros que están lejos.

El autobús se para con su característico bamboleo. Me bajo y sigo caminando. Mientras intento recordar mi destino, suena una notificación e inconscientemente echo mano al bolsillo. La alarma me dice que la cita con el médico es en diez minutos. Aún tengo tiempo para pasear. Guardo el recordatorio y empiezo a caminar rumbo al hospital.