miércoles, 18 de julio de 2012

el director y el ejecutivo


Mientras sentado miraba cómo la orquesta no cejaba en su empeño de mover incansable brazos y cuerdas… de mover incansable el aire através del metal… hacerlo vibrar... me fijé en el director, en cómo dirigía desde su tarima a cada uno de ellos.
Los hacía subir y luego.. caían acompasados con el movimiento de su brazo… primero la izquierda, luego la derecha… hasta que logró convertirlos en un todo indistinguible bajo la misma batuta. Y en ese momento llegó el increscendo… una progresión exponencial donde cada músico se vació, hasta alcanzar un éxtasis colectivo donde se confundía músicos, instrumentos y obra… y mientras tanto nadie se movía de su silla, atentos a cada golpe, a cada subida, a cada tensión hasta que de repente, sin previo aviso, todo paró.
El silencio destronó a la música. Todos nos quedamos mirando paralizados, estupefactos… presas de un hechizo que nosotros mismos habíamos creado… y el único que no se veía afectado era el director, que con un ademán de su mano hizo que apareciera el Ejecutor. Se abrazó al director y juntos nos observaron… y bajo su atenta mirada retomaron la obra… y lo hicieron a su imagen y semejanza, como dioses que desde el Olimpo gobernaran su rebaño disponiéndolo a su antojo sobre el tablero de la creación.
Y nosotros seguíamos como estatuas, testigos mudos de su actuación, a sabiendas de que ya no había ninguna obra que interpretar… pero nos daba igual, seguíamos allí sentados en nuestras butacas, sin mover un dedo mientras el brazo ejecutor del director decapitaba a los músicos a su antojo.
Las cabezas rodaban hasta chocar con nuestros pies, allí abajo, y seguíamos sin hacer nada, las apartábamos con el pié porque no queríamos recordatorios de nuestro engaño, no queríamos esos ojos clavados en nuestra conciencia mientras el ejecutor permanecía en escena.
Alguien vomitó, provocando arcadas de asco a su alrededor, pero nadie se levantó. La obra seguía, el espectáculo dantesco continuaba y nadie se movía…
La batuta poseída por el director marcaba una cadencia demoniaca mientras los pocos músicos que quedaban exhalaban su último aliento a los asustados instrumentos.
Hasta que no quedó ningún músico para tocar… sólo el silencio del público, cómplice… testigo mudo que por omisión, espera salir ileso de esta bacanal de destrucción mientras agacha la cabeza.
Y los jadeos del Ejecutor que, guadaña en mano, espera impasible atento a la mirada de su amo… y el director, que una vez terminada la función, se gira y mira a su público… les mira a los ojos y ve el miedo del que se alimenta… y los deja ir.
Despacio, uno a uno, las asistentes se van levantando de sus asientos… como el que despierta de un sueño… y abandonan la sala.
Solos, el ejecutor y el director empiezan a crear una nueva obra, escriben las melodías de cada instrumento mientras piensan qué músicos podrán interpretarlas mejor. Re-escriben las sinfonías de nuestras vidas mientras nosotros, fuera del acto de la creación, esperamos a ver qué precio habrá que pagar para asistir al siguiente acto.

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