Aparqué el coche, y al bajarme dejé una parte de mí allí dentro; cerré la
puerta y empecé a caminar, como cuando caminas al viajar, extranjero en mi ciudad.
Hacía calor, la calle estrecha con sus pequeños balcones ennegrecidos
por el tiempo, vacíos, me invitaban silenciosamente a salir de allí. Caminé por
la acera, al cobijo que proporcionaba la cercanía de los edificios, al calor
que emanaba de los aires acondicionados de los locales.
El sol me esperaba desafiante, reflejado en el asfalto, en
las filas de coches, en los ventanales de las sucursales de bancos, invitándome
a cruzar al otro lado y unirme a la procesión de gente que caminaba con sus trajes,
sus maletines, sus gafas de sol con helados en la mano, sus pantalones cortos y
sus mapas de la ciudad desplegados, su acento extranjero apenas perceptible por
encima del ruido del tráfico, sus cámaras captando momentos que almacenan en
una tarjeta para poder vivir después en sus casas.
Me quedé mirando este cuadro animado de la ciudad mientras
seguía caminando. Y no era el único. Unos pasos más adelante había otras
personas que también miraban, pero con una mirada diferente. Ellos pertenecían
a la ciudad y la ciudad, devolviendo el favor, les había cedido una pequeña
parte. Una o dos calles, donde se respiraba de otra manera, donde la vida
parecía detenerse, presa de unos cuantos, sentados en sillas o puestos en pie, que
miraban desde sus terrazas y sus esquinas con la autoridad del tiempo y el
sacrificio cometido por estar allí.
Atravesé la calle con paso firme, sin detenerme, sin mirar a
nadie a la cara y sin que me prestaran atención. Sabían que estaba de paso, que
mi destino no era participar de su ciudad.
Volví al coche que me recibió con los brazos abiertos, con
la cotidianidad del día a día, los trayectos del cole a casa, los atascos, las
compras... y barrió de un volantazo todo atisbo de pensamiento anterior. En el
recuerdo quedan estas personas que conviven con nosotros… porque son, eran y
serán, parte de nuestra ciudad.
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